RETO 1: La mujer del autobús

Fue en la primavera de 2011, en mi último curso universitario en Córdoba. Yo tenía veintidós años.

Un martes por la noche, o tal vez un jueves, yo volvía a mi residencia de estudiantes después de una larga jornada: asignaturas del curso por la mañana, clases de alemán por la tarde. Ya había anochecido y, como estaba cansada, decidí volver en autobús.

Me dirigí a la parada, que no quedaba muy lejos de la academia. Afortunadamente, no tuve que esperar mucho; el autobús llegó a los pocos minutos, y enseguida me dispuse a subir.

Al abrirse las puertas, levanté la mirada y me llevé una grata sorpresa: ¡una mujer al volante! Era morena, de pelo largo y bastante guapa; aparentaba treinta y pocos años y llevaba su uniforme de trabajo.

En aquel momento, me alegré mucho al verla; ya me había topado con una mujer taxista circulando por la ciudad, pero nunca con una conductora de autobús. «¡Estupendo, ya es hora de que las mujeres seamos conductoras, además de pasajeras! ¡Así se hace!». Eso fue lo que pensé.

Pero, entonces, me fijé en el gesto serio, apesadumbrado, de la conductora. Y, cuando bajé la mirada, lo comprendí.

Tres escalones bien empinados.

El viaje (un trayecto de unos diez minutos) transcurrió con total normalidad, pero, a la hora de bajar, me dirigí hacia la puerta trasera del vehículo y… sí, había tres escalones más. Tan empinados como los de la puerta delantera.

Hace ya casi doce años de aquello, pero no se me ha olvidado aquel triste trayecto en autobús. Porque tengo bien claro que aquella conductora sufrió discriminación directa en su trabajo por su sexo; yo utilicé el autobús dos veces por semana a lo largo de todo aquel curso, y solo aquella noche, con una mujer al volante, me topé con aquella antigualla con ruedas. La última vez que me subí a un autobús así, yo aún podía escribir mi edad con una sola cifra.

Sin embargo, la mujer no fue la única afectada por la situación: al poner en circulación aquel autobús, provisto de escalones y carente de rampa de acceso, se impedía su uso a las personas con discapacidad física (¡imposible subirse con una silla de ruedas o con muletas!), con lo que se convertían en víctimas indirectas de aquella situación aparentemente inocua. Además, con todo ello se obligaba a la conductora a decir a los posibles pasajeros con discapacidad que no podían subir y que esperasen al siguiente autobús. Sin duda, ello supondría un buen motivo de queja contra ella por parte de los viajeros afectados.

En definitiva, no tengo pruebas, pero tampoco dudas, de que a esa conductora le asignaron aquel autobús tan viejo para perjudicarla en su jornada laboral.

¿Cómo haber combatido aquella situación? En mi caso, quizás debería haber protestado en algún sitio (buzones de sugerencias, redes sociales, cartas al director, etc.) para retirar aquel autobús antediluviano de las calles y evitar que la situación se repitiese (esperemos que no volviera a ocurrir), pero, aparentemente, nadie se quejó al respecto, ni entonces, ni después.

No tengo ni idea de qué fue de aquella conductora; en doce años pueden pasar muchas cosas. Pero, si me está leyendo, le deseo lo mejor y espero que nunca más haya vuelto a pasar por una situación así. Tanto si continúa al volante del autobús como si no.

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