RETO 4: Estrellas sin luz
–Ya le llamaremos, señor Valtierra –dijo el chico joven con una sonrisa condescendiente.
–Pero
creo que tal vez podría…
–Se
lo hemos dicho, señor Valtierra: ya le llamaremos cuando tengamos un papel más
apropiado para usted –corroboró la mujer, sentada junto al chico, con sequedad.
Ella también esbozaba una sonrisa, pero en la suya había más irritación que otra
cosa.
El
hombre barbudo, de pie tras ellos, permaneció en silencio, mirándolo con
lástima. Salvador no sabía cuál de las tres expresiones de las caras que lo
miraban le resultaba más angustiosa.
Con
un suspiro y un lacónico «Muchas gracias» a modo de despedida, Salvador
Valtierra abandonó la sala con la cabeza bien alta, tal y como había entrado,
pero profundamente abatido por dentro; contando aquella, ya llevaba cinco
audiciones aquel día, y en todas le habían dado la misma respuesta: «Ya le
llamaremos». Por lo menos, esta vez lo habían tratado con relativa amabilidad:
en los dos primeros, lo habían despachado nada más verlo, sin dejarle recitar
sus frases; en los otros dos, ni siquiera lo habían dejado pasar.
Mientras
emprendía el camino de vuelta a casa, justo antes de entrar en la boca de
metro, pasó por delante de un bar, y torció el gesto al mirar hacia el interior:
el televisor del local emitía un documental sobre leones. Precisamente una escena
(además, con subtítulos) en la que un león viejo, flaco y cubierto de
cicatrices era destronado y expulsado del territorio por un grupo de machos
jóvenes y vigorosos. Lo que habían hecho con él.
¡Cómo
añoraba su juventud, y en especial los dorados años noventa! Las cadenas de
televisión se lo rifaban: un concurso por aquí, una teleserie por allá, alguna
película, galas benéficas en Navidad, galas musicales en verano… y fiestas,
cientos de fiestas hasta el amanecer por los garitos más exclusivos de Marbella,
Benidorm o Ibiza, codeándose con cantantes, toreros, estrellas de Hollywood e
incluso nobles. Félix le decía, con más razón que un santo, que no se dejase
llevar por la euforia de la fama, que tuviera los pies en el suelo y ahorrase
dinero para el futuro, pero él lo mandó a paseo. Qué gran representante era y
qué sabio, y qué poco lo valoró…
Todo
se torció en el verano del 2000, cuando un fotógrafo lo inmortalizó en
Benalmádena con los brazos más flojos y más tripa de la cuenta (¡ay, los
excesos y las torrijas de la tía Carmen!) y un periodista tan influyente como
envidioso empezó a sacarle faltas a su físico, de arriba abajo, pero
centrándose especialmente en las canas que ya empezaban a asomar en el lustroso
cabello negro de Salvador, que aún no había cumplido cuarenta años. Muchos
secundaron las opiniones de aquel tipejo, que convirtió a Salvador Valtierra en
«Salvador Barriga», y su impecable imagen de caballero, de perfecto galán siempre
impoluto, empezó a resquebrajarse.
Pero
antes de que se le ocurriese entrar al trapo (cosa que, de todas formas,
tampoco pensaba hacer porque le parecía una vulgaridad infinita), el nuevo
milenio trajo a España un nuevo tipo de televisión, y con él, empezó a
desaparecer, poco a poco, el mundo del espectáculo que Salvador conocía. Cuando
se quiso dar cuenta, el teléfono dejó de sonar, y ya no había mensajes en su
contestador automático. La oscuridad y el olvido lo habían devorado.
Salvador
no era, ni mucho menos, el único afectado por aquel «exterminio social» (como
le gustaba llamarlo) de las estrellas de su generación; muchos de sus antiguos
compañeros de trabajo también se habían visto expulsados de la pequeña pantalla
porque «los galanes y las vedetes ya no estaban de moda» y sí lo estaban los
protagonistas de los programas de telerrealidad (a cual peor) y los del corazón
(que ya existían antes, pero se habían vuelto repulsivos).
En
cuestión de meses, Salvador descubrió que podía agrupar a sus amistades y antiguos
compañeros de trabajo, tanto hombres como mujeres, en tres grandes grupos en
función de cómo les había ido la vida después del «exterminio social».
Al
primer grupo pertenecían los más listos de todos, a los que Salvador envidiaba
profundamente: los previsores que, ante el permanente peligro de tiempos
difíciles, ahorraban como hormiguitas a base de privaciones hasta hacerse con
pequeñas fortunas, los que se habían largado del país en busca de mejores
oportunidades y los que se habían refugiado en el teatro, donde no solo se
curtieron sobre las tablas, sino también entre bambalinas, como productores y
directores.
El
segundo grupo lo conformaban los que, en lugar de luchar por ser fieles a sus
principios y su forma de trabajar, acabaron por plegarse a los (dudosos) gustos
del respetable y aceptaron participar en aquellos programas que Salvador tanto
despreciaba, vendiendo sus esplendores y miserias (más las segundas que los
primeros) a quien quisiera escucharlos por un cheque con la mayor cantidad
posible de ceros. Muchas de sus amistades lo animaron a unirse a ellos, y a él
también le ofrecieron muchos cheques repletos de ceros a cambio de desvelar sus
secretos mejor guardados, pero siempre se negó; su dignidad valía mucho más que
cualquier dinero que pudieran ofrecerle.
En
el tercer grupo, de aplastante mayoría femenina, estaba él mismo. Se trataba de
las estrellas que salieron de los platós para volver a sus casas o a
profesiones que poco o nada tenían que ver con el mundillo. Salvador sentía verdadera
lástima por sus compañeras de grupo, muchas de ellas grandes bailarinas,
cantantes o presentadoras desterradas del mundo del espectáculo con diez o
quince años menos que él, cuando apenas rozaban la gloria. Sí, en ese sentido,
él había sido afortunado.
Así
pues, Salvador, resignado a su suerte, retomó sus estudios de Economía,
aprendió a llevarse bien con los ordenadores y, después de llamar (o aporrear) a
muchas puertas, logró encontrar un modesto empleo en una sucursal bancaria.
Aunque
no había salido muy mal parado, las críticas de aquel periodista le habían
afectado profundamente, y por ello se aplicaba loción contra las canas regular
y cuidadosamente sobre el cabello y el bigote. Debido a la loción y a que no
había cambiado demasiado físicamente, muchos clientes aún lo reconocían, especialmente
las señoras de su quinta. La mayoría lo trataban educadamente e incluso le
expresaban su admiración y su nostalgia, pero no pocos se sonreían con sorna;
Salvador podía adivinar lo que pensaban: «¡Quién te ha visto y quién te ve,
señor Barriga!».
Soltero
y sin hijos (al menos, que él supiera), Salvador llevaba, a sus cincuenta y
muchos años, una vida anodina y discreta que consistía en ir de casa al trabajo
y de ahí a casa, además de hacer y recibir visitas de Celia, su única sobrina.
A pesar de todo, aún sentía el gusanillo, añoraba el calor de los focos y el
retumbar de los aplausos, y por ello se animó a presentarse a las audiciones de
las que Celia, estudiante de Arte Dramático, le informaba a menudo.
Pero
volvió a llevarse otra decepción: su tiempo había pasado, ya estaba mayor y el
público prefería a las estrellas jóvenes y atractivas, sin entradas en el pelo,
con la piel lisa y músculos firmes. Salvador se sentía descorazonado; no es que
pensase que los chavales de veintipocos años no tuviesen derecho a entrar en el
mundo del espectáculo y triunfar (al fin y al cabo, él también había sido uno
de ellos), pero era humillante que, después de todo cuanto había aportado al mundillo,
después de toda su experiencia, lo tratasen como a un fracasado. Peor: como a
un trasto inútil.
No,
no era humillante: era insultante.
No
pudo evitarlo: dio media vuelta, regresó a la sala de audiciones y abrió la
puerta de una patada.
–¡BASTA
YA! –todos se sobresaltaron, hasta el punto de que el joven que estaba haciendo
su audición en aquel momento se tropezó con la cámara y casi la volcó–. ¡YA BASTA
DE INJUSTICIAS!
–¡¿Pero
qué hace?! –exclamó la mujer.
–Que
ya estoy harto de la gente como ustedes –señaló a las tres personas a cargo de
la audición–, que piensan que, cuando cumplimos años, dejamos de valer para
actuar, para presentar o para cualquier profesión del mundillo que suponga
estar de cara al público porque nuestra imagen ya no es perfecta ni sigue los
cánones de belleza del momento.
–¡Señor
Valtierra, márchese! –conminó el hombre barbudo.
–…Y
lo digo también por las mujeres, sí, especialmente por ellas –Salvador no se
dejó avasallar–. Porque les dan la patada mucho antes que a nosotros, cuando
todavía les queda mucha carrera por delante, porque quieren formar una familia
o ganar más dinero. O, peor todavía, porque no quieren «pasar por el aro»…
–añadió con expresión de asco.
–¡Váyase
ahora mismo o llamo a seguridad! –amenazó el chico joven.
Sin
amilanarse lo más mínimo, Salvador continuaba su diatriba:
–No
pretendo decir que este chico –señaló al muchacho de la audición, que se apartó
aterrorizado– no tenga derecho a optar a un trabajo en el mundo del
espectáculo. ¡Todo lo contrario! Pero sí me opongo a que ello signifique que
nos aparten a nosotros, a los que estuvimos antes, y nos dejen atrás. ¡Porque
fuimos nosotros, nosotros, los que abrimos las puertas para que ellos y ustedes
pudieran atravesarlas! ¡Recuérdenlo siempre, y dejen de tratarnos como a
estrellas sin luz!
Antes
de que nadie pudiese añadir una palabra más, Salvador se marchó de allí tan
rápido como entró. Estaba eufórico por haber soltado toda la rabia que llevaba
dentro, pero, pasadas unas horas, la euforia dio paso a la tristeza; después de
aquella explosión de ira, nunca más podría volver a presentarse a una audición.
Ya
era oficial: su carrera en el mundo del espectáculo estaba muerta y enterrada.
***
Tres meses
después, Salvador se había refugiado en su trabajo y en echar largas siestas,
tratando de olvidar aquel horrible día. Incluso se había peleado con Celia,
porque había pasado de ser el único miembro de la familia que la apoyaba con
sus estudios de Arte Dramático a aconsejarle, igual que su hermana y su cuñado,
que lo dejase y se decidiese por algo más estable y con más futuro. Le dolía
que su sobrina ya no fuese a verlo, pero Salvador suponía que acabaría
acostumbrándose a la soledad.
Y
una mañana de sábado, el teléfono sonó.
–Buenos
días, ¿Salvador Valtierra? –era una voz de mujer extrañamente familiar, con un
acento entre mexicano y español.
–¿Quién
es?
–Soy
Lilí. Lilí Latour.
Todavía
adormilado, Salvador dio un respingo.
–¿Lilí?
¡No puede ser! –Salvador sonrió con nostalgia–. ¡Dios mío, cuánto tiempo!
Lilí
Latour era la compañera inseparable de Salvador, otra habitual en los concursos
y galas (y su inconfeso amor platónico). Había sido de los más listos del primer
grupo; en cuanto vio que se acercaban las nubes de tormenta, hizo las maletas y
dio el salto a las Américas, donde se había hecho un hueco en el mundo de las
telenovelas hasta convertirse en toda una veterana. Sin embargo, su vida
sentimental había sido totalmente opuesta a la de Salvador: tres matrimonios
fallidos, cinco hijos y un par de nietos. Salvador había seguido su carrera con
admiración y una punzada de dolor por la oportunidad perdida.
–¿Tienes
el día libre? Quisiera verte.
–¿Cómo?
¿Estás en España?
–Sí,
mi hija menor me envió un video (perdón, vídeo, la costumbre) muy interesante que
le envió una amiga suya de España hace tres meses, y supe que tenía que verte.
–¿Por
qué? –Salvador ya empezaba a sospechar la respuesta.
–Tú
apareces en él.
Salvador
resopló.
–No
hace falta que vengas a consolarme, Lilí; ya me he hecho a la idea de que no
volveré al mundillo…
–¡Nada
de eso, querido! Quiero verte para proponerte un proyecto común.
–¿Un
proyecto?
–Sí,
un proyecto para rescatar del olvido a nuestra gente, a los artistas que hoy ya
nadie quiere porque todos dicen que son demasiado mayores para trabajar. Sería
una especie de productora, como una cooperativa de artistas. Yo ya le puse un
nombre: «Volver a brillar». ¿Qué piensas de ello?
–¡Es
una idea magnífica, me encanta! –exclamó Salvador entusiasmado.
–Todavía
tengo algunos teléfonos y direcciones; si tú también conservas algunos…
–Sí,
aún tengo tres o cuatro en la agenda. Y mi sobrina, que es estudiante de Arte
Dramático, también conoce a gente en el gremio.
–¡Sí,
pídele que se una a nosotros! –sugirió Lilí. Salvador casi podía verla con los
ojos azules resplandecientes y aquella deslumbrante sonrisa.
Quedaron
para verse en la cafetería del hotel de Lilí. Tras colgar, Salvador llamó a
Celia y se deshizo en mil disculpas con ella, que lo perdonó enseguida y, para
disgusto de sus padres, se unió al proyecto sin dudarlo.
Tras
asearse y vestirse, Salvador se echó un último vistazo en el espejo, y observó
que las raíces blancas volvían a brotar en su cabello. Instintivamente, se
llevó la mano al bolsillo y sacó el frasco de loción, pero entonces se quedó
mirando el recipiente, con gesto pensativo, durante algunos segundos.
No,
no lo iba a necesitar más.
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